El ser humano ha creado los museos como espacios donde poder conservar, estudiar, restaurar, investigar, aprender y difundir el Patrimonio, el legado que hemos recibido del pasado y lo que vivimos en el presente para poder transmitir lo que somos a las futuras generaciones. 

Vivo en una ciudad donde hay más de 80 museos, dos de ellos superan los tres millones de visitantes al año y tienen reconocida fama mundial. Tenemos el Museo del Traje, del Romanticismo, el Arqueológico, el de Ciencias Naturales, el Sorolla… y aunque no deja de sorprenderme, también el de la Felicidad o MÜF.

Nunca había pensado en la felicidad como Patrimonio o legado, más bien como un estado de ánimo que se me regala en algunos momentos y que no me evita pasar por preocupaciones o dificultades. Un museo de la felicidad, ¿qué mostraría a las futuras generaciones?, ¿de qué hablaría? Se lo planteé a mi comunidad y allí que nos fuimos, observando todo con mucha atención, desde la entrada hasta la salida. Al llegar se nos entregó una entrada en la que se nos invitaba a sonreír. Un mensaje se iba repitiendo a medida que avanzábamos en el museo: cada persona, uno mismo, es pieza clave en la vida para ser feliz. Se nos dijo que debíamos sonreír y estar felices lo que durara la visita, escuchábamos que había que buscar siempre nuestro propio bienestar y, muy brevemente, -demasiado breve para nosotras-, se nos habló de que hacer el bien a los demás nos ayuda a salir de nuestros propios problemas y a estar mejor.   

Todo correcto, todo cuidado, todo lleno de datos empíricos, todo muy humano, mindfulness con alguna técnica para que comprobáramos sus efectos ¡hasta con realidad virtual!… aunque ¿todo depende de nosotros y pasa por nosotros?, ¿no hay nada más, ni nadie más?

Llega la Semana Santa y si tuviera que invitar a mis sobrinas adolescentes al Museo de la Felicidad les añadiría alguna sala más, de hecho en nuestros colegios les invitamos a “pasear” por el “Museo de la Vida” y les sugerimos diferentes estancias. 

El Domingo de Ramos se nos hace entrega de esa entrada para que, si queremos, podamos acceder al “Museo del Amor y de la Vida Plena”. Sé que en estos días de fiesta buscamos descansar, recargar pilas, desconectar, estar con la familia, viajar… poder cargarnos de las hormonas del bienestar; esas dopaminas, serotoninas, oxitocinas y endorfinas necesarias para continuar el camino y que también aparecían en esos paneles del Museo.

En esa entrada especial que se nos proporciona podemos vivirlo todo como espectadores o ponernos en la piel de Alguien que no escatimó el dolor y sufrimiento y nos dijo con su vida: felices los pobres, los que lloran, los perseguidos,… los que toman pastillas para conciliar el sueño, los que no llegan a final de mes, los que no tienen techo, los que anhelan hogar y lugar en el mundo, los que cierran líneas…

Podemos pasar de experiencia en experiencia, de un día del Triduo al siguiente, de una procesión a otra, o podemos permanecer acompañando a un Jesús que no solo se sonríe sino que se hace pan, se parte, se reparte y que su donación no le exime de una muerte en cruz a sudar sangre o hasta gritar. Él nos enseña que no hay plenitud ni resurrección ni felicidad sin haber llegado a pasar antes por el sufrimiento, la soledad, el abandono;y que su coherencia máxima enseña a permanecer con sentido en nuestros sinsentidos diarios.

No sé si mis sobrinas,  nuestros alumnos o si yo misma estamos preparados para acoger esa entrada al “Museo de la Vida”. Pero aún así, año tras año se nos entrega. A veces desencaja y cuesta reconocer la sombra de la alegría en un hecho que provoca tensión o tristeza, en situaciones cargadas de dolor, destrucción… pero que, por pura gracia, nos permite avanzar, crecer y hasta cambiar actitudes erróneas que nos frenan para mejorar como personas. 

Les diría y compartiría que en este año he experimentado la resurrección y la vida plena visitando a alguien en el tanatorio, y que la vivencia de esa familia me llenaba a mí y a cuantos nos acercábamos, de vida y esperanza en medio del dolor y tristeza. Les diría que hay compañeros que se dan sin recibir nada a cambio, que compaginan dramas familiares, sesiones de radioterapia, cuidados a familiares con una voz dulce atendiendo y ayudando a los demás a través del teléfono o videoconferencias, que convocan, reúnen, programan y llevan a cabo las clases provocando encuentros sabiendo que se sienten en muchos momentos desencontrados, perdidos, o con demasiada carga. 

Me gustaría pasear con ellas y ver, juntas, que en este Museo nos abrimos a un Otro que nos hace mejores y que nos estira y hace capaces de darnos a los demás por amor desde el servicio y que éste conlleva sudor en la frente.

Jesús nos invita a no convertir cada procesión, cada encuentro, cada “oficio” o celebración… en experiencias como las salas de un museo que terminan al cabo de una hora, porque lo suyo es vivir de forma consciente y plena toda la vida susurrándonos que estará con nosotros todos los días de nuestra vida hasta el final.

No desistamos de educar en algo que, aparentemente es ya contracultural, insistamos que en la vida hay un museo del amor que debemos actualizar, conservar, estudiar, restaurar y hacer vida porque su fundador, alguien llamado Jesús de Nazaret, desea que vivamos de forma muy diferente y sintamos una felicidad honda, alternativa a lo que otros plantean y susurran. 

Conservemos lo que dijo e hizo Jesús, no como un museo, sala o experiencia más, sino como una oportunidad para ponernos en movimiento interno. Su entrada es gratuita y, además, no hace falta sonreír para entrar. Podemos hacer el camino y acompañarle tal y como estemos en esos momentos porque Él continúa deseando celebrar esta Pascua con nosotros. Solo hace falta decir que sí al museo de la Vida.

Dolors Garcia
Directora del Departamento de Pastoral de Escuelas Católicas