El vivir en una ciudad grande te enseña a aprovechar el tiempo. Yo me muevo en transporte público y me ha tocado aprender a sacarle el máximo partido. Autobuses y metros han sido lugar de estudio, seudo oficina para responder mensajes y correos, lecturas de todo tipo, o formativas o lúdicas… También han sido lugar de dormitar, de llamadas a mi madre o de juegos en el móvil.

De un tiempo a esta parte, cuando esto de moverme en metro se ha vuelto a hacer cotidiano, me he dado cuenta de que es tiempo de contemplación. Me gusta la gente, aprender de ese misterio que es cada persona y que nos hace originales. Pequeñas obras de arte que caminan por la ciudad, en proceso de transformación y, que si las miro bien, me dejan entrever la luz que llevan y que hablan de su Creador.

El metro, lugar de tránsito entre mi casa y mi trabajo, se convierte cada día en lugar de encuentro. En la misma franja horaria y la misma línea, nos encontramos las mismas personas, más o menos somnolientas, que nos dejamos llevar. Cuando alguien falta, se nota, “Hoy no ha venido la chica que se maquilla en el metro”, “Casi no llega el hombre del chaleco que no lleva mascarilla”, “Hoy el niño tiene mal día”…

En concreto, hay un padre y un hijo pequeño que centran mi atención en cuanto entran. No tienen nada de especial, o lo especial sería que no hay móviles ni nada entre ellos. Se sientan juntos, si hay sitio, y hablan. No sé de qué, solo sé que hablan mirándose a la cara. Cuando están en silencio, van cogidos de la mano, a veces el niño recostado en el padre. Si solo hay un sitio, se sienta el niño y el padre hace todo el trayecto de cuclillas, agarrando la mano del niño.

Me enternece, algo tan sencillo, simple, que me habla de como ellos saben sacarle jugo a este trayecto diario de metro. Se encuentran, en la palabra, en el silencio, en el gesto. Simplemente están, el uno junto al otro. Gesto cotidiano que no tengo dudas de que crea relación, cuidada a fuego lento, a ritmo de metro. Milagro del amor encarnado a través del que se dicen “Estoy contigo”, “Te quiero”, “Te cuido”, “Me fío de tí”, “Descansa en mí”…

Me llevan a Dios. Me gusta imaginarme a Dios de cuclillas junto a mí, agarrándome la mano, o esperando en mi silencio, o escuchando lo que necesite decir, o susurrándome su palabra. Me hablan de amor generado en los encuentros sencillos y cotidianos, en los tiempos de tránsito que parecen vacíos e inútiles.

Se acerca la Navidad, tiempo de Dios con nosotros. Posiblemente el trajín del comienzo de curso no nos haya dejado percibirlo y hoy lo reconozcamos con sorpresa “¡Ya estamos en diciembre!”. Aún tenemos el Adviento, tiempo de espera, tan mal vista actualmente, tiempo de preparar ese encuentro que llega. O tal vez ese encuentro que ya está, cada día, en un metro, un aula, una oficina, una casa… Tan solo esperando a ser reconocido, a ser disfrutado.

Que no se nos escape el metro del adviento, el metro del encuentro.

Zoraida Sánchez. Asesora de Pastoral de Escuelas Católicas