Septiembre de 2022. Nos encontramos en el arranque de un nuevo curso que  mereceríamos comenzar con algo más de tranquilidad. 

Después de estos tres últimos años en los que la pandemia nos ha obligado a aprender sobre la marcha y a actuar en escenarios que nunca habríamos imaginado, empezamos  el año escolar instalados de nuevo en la incertidumbre. 

La implantación de la nueva ley, que se podría haber retrasado al menos hasta el  próximo curso para lanzar un balón de oxígeno a la comunidad educativa y a las  editoriales, ha tenido que hacerse contra reloj, con todas las complicaciones que esta  forma de organizar conlleva. 

En algunas comunidades autónomas todavía se está trabajando con los borradores de  los currículos para diseñar las programaciones, lo que ha imposibilitado que estas estén “a punto” en los cursos impares, pese a que el curso ya haya comenzado. 

Los materiales didácticos (que el profesorado debería haber revisado con tiempo para  poder elegir y decidir cuales son los más adecuados) no estaban editados aún en el mes  de julio. Y, en algunos casos, siguen sin estarlo pese a que el alumnado ya haya vuelto a  las aulas. 

La asignación de horarios a los docentes (teniendo en cuenta la variación de la carga  horaria en algunas asignaturas), las habilitaciones necesarias para impartir las nuevas materias y la desaparición de otras, han supuesto una revolución organizativa en los  centros que, en ocasiones, ha implicado cambios de especialidades de profesorado y, en  otras, pérdida de horas al no poder adecuar las titulaciones. 

Pese a todo, esto no quiere decir que la LOMLOE sea necesariamente una mala ley. 

Es entendible la división de opiniones sobre lo eficaces que serán las variaciones que  implique su puesta en marcha a todos los niveles. Lo que es más difícil de entender es la  necesidad de implantarla tan de prisa, “con calzador”, a pesar de las peticiones que desde distintos estamentos se han trasladado para retrasar un curso dicha implantación. 

También es difícil de entender cómo es posible que con el descenso en las tasas de natalidad en nuestro país, no se haya aprovechado esta crisis demográfica para reconvertirla en una oportunidad de oro que nos permitiese, por fin, ofrecer lo que los  docentes llevamos años reclamando: una atención más individualizada al alumnado y a  las familias. Esta bajada de ratio garantizaría que la atención profesional vaya más allá  de la mera instrucción académica y englobara el acompañamiento emocional, la  educación para la convivencia y el aprendizaje social que, en teoría, impregnan el  espíritu de esta nueva ley. Se ha elegido, sin embargo, optar por el cierre de unidades,  agrupando al alumnado y prescindiendo de profesorado, despreciando así el único aspecto positivo que de esta crisis demográfica podríamos obtener en beneficio del  aumento de la calidad educativa. 

Entendiendo que la educación es la herramienta más potente para transformar el  mundo, y que el Estado debe velar porque sea equitativa, inclusiva y de calidad. ¿Cómo  es posible entonces que en tantos años no hayamos sido capaces de lograr un pacto educativo  que garantice una ley de educación estable y consensuada, que recoja la voz de toda la  comunidad educativa y que no varíe en función de quién gobierna? 

¿Es que no contamos con profesionales lo suficientemente capacitados para alcanzar  acuerdos sin otro objetivo que el de mejorar la educación? Los educadores nos lo  hemos planteado muy a menudo y estamos convencidos de que esta no es la razón para  que no se logre este consenso. 

Nosotros, como hasta ahora, haremos todo lo que esté en nuestras manos para  adaptarnos a esta situación. Lo haremos tirando de experiencia y dedicación, como  hicimos durante el confinamiento, cuando en una semana logramos trasladar las aulas  a los hogares. Igual que adecuamos espacios en tiempo récord para mantener la  distancia de seguridad. Lo mismo que fuimos capaces de formarnos sobre la marcha  para que, cuando los centros se reabrieron, funcionasen las clases híbridas. De la misma  manera que tomamos la temperatura, instalamos “vacunódromos”, repartimos tests y estuvimos atentos para colaborar en todo aquello que la Administración consideraba  necesario en estos últimos cursos de pandemia. 

Por eso, y pesar de todo, los colegios, las comunidades educativas, resolveremos la  situación como hemos hecho siempre: con la ilusión, la pasión y la fuerza que en cada  comienzo de curso demostramos todos aquellos que nos guiamos por nuestra vocación. 

Aún a sabiendas de todos los obstáculos que tendremos que superar, aquí estamos de  nuevo este septiembre, dispuestos a ofrecer lo mejor de cada uno de nosotros, para  procurar que las dificultades afecten lo menos posible a nuestro alumnado. Porque a  los profesionales de la educación, a los que estamos en el día a día en las aulas con  nuestras alumnas y alumnos, lo que de verdad nos importa son ellos. 

Y porque (tomando prestados algunos versos de aquella canción de Diego Torres), aunque no estemos seguros de saber que se puede, de lo que no tenemos ninguna duda es de que nosotros sí que vamos a “Querer que se pueda”

Este será, con seguridad, el principal objetivo de este curso para todos los que nos  dedicamos a esta profesión, tan difícil a veces, pero tan importante siempre, que es la  de educar.

Eulalia López Lorca
Directora General del Colegio FEC San José de Lugo