¿Cómo le cuento a un alumno, que se acaba de morir su padre?, ¿debo mostrar mis sentimientos yo también?, ¿hay que dejarles llorar?, ¿hay que dejarles solos?, ¿la tutoría es un espacio para tratar esta cuestión?, ¿cuándo debe hacer un comunicado el colegio?, ¿a qué nos invita la fe cristiana en estos casos?, ¿qué hacemos con niños de otras confesiones religiosas?, ¿conviene volver cuanto antes a los ritmos normales? Cuando nos enteramos de la muerte de un alumno, ¿a quién hay que avisar?…

Ante estas preguntas los educadores hemos de responder con rigor tratando de hacer bien el bien, y no solo hacer el bien de cualquier manera. Las situaciones de muerte en nuestros contextos nos piden ser eficientes y pacientes, atentos, espabilados y prudentes. Todo ello a la vez. Estas vinculaciones, aparentemente contradictorias, las hemos de saber manejar con sabiduría. La Guía de duelo elaborada por Escuelas Católicas para los educadores ofrece pautas, criterios, procesos… y además fija los pilares de una escuela humanizadora. Pero, ¿qué entendemos por escuela humanizadora?

Una escuela que humaniza es aquella cuyos educadores se comprenden a sí mismos como sanadores heridos, expresión que tomamos de H. Nouwen. Esta expresión se utiliza en el campo de la salud (pastoral de la salud). Y la reivindicamos para la esfera educativa. Como educador adulto esta imagen significa el reconocimiento, la aceptación y la integración de las propias heridas, de las pérdidas que yo, como ser humano, llevo conmigo. Solo puedo ayudar desde dentro y desde el reconocimiento de mi condición finita y limitada. De ese modo, mi propia vulnerabilidad se convierte en camino de encuentro con quien sufre. Que el niño o la clase nos vea dolidos, emocionados, no es un fallo. Es humano. El sanador herido afirma en su vida que nada humano le es ajeno; tampoco el sufrimiento ajeno ni el propio.

Como educadores, por tanto, también somos sanadores heridos que acompañamos no solo desde lo que sabemos, sino también desde lo experimentado en nuestras propias pérdidas y duelos. Con esto no decimos que hay que trasladar nuestros duelos personales como adultos a los duelos que inician nuestros alumnos. Sí indicamos que un elemento que favorece el acompañamiento en estos procesos es situarnos como personas ya afectadas por estas circunstancias.

Una escuela que humaniza es sanadora. Acompañar procesos de duelo nos convierte en sanadores, lo queramos o no. Al estilo de Jesús. Ante el sufrimiento humano, Jesús consuela, se acerca, llora y se ofrece a sí mismo como regazo y apoyo. El consuelo es la expresión más genuina de estar presente en el momento oportuno, cooperando en el alivio, no para solucionar nada, sino para rodear ese instante de una atmósfera de humanidad, cercanía y ternura. El consuelo se transmite ante todo con el silencio y el lenguaje no verbal, y las menos de las veces con las palabras: “Estoy contigo”, “apóyate en mí”.  Sanar no es curar patologías, es acompañar desolaciones dando suelo y consuelo.

Una escuela que humaniza enfrenta el misterio como misterio. Ante la muerte no hay recetas ni respuestas aprendidas. Acompañamos desde atrás, a las preguntas que los niños nos plantean sabiendo que a veces el silencio respetuoso nos acompaña también a nosotros. Humanizar la muerte significa sacarla del armario, del cajón de las cosas prohibidas, de lo que no se habla, para visibilizarlo. Tenemos el deber cultural, educativo y pastoral de visibilizar la realidad de la muerte y la realidad del misterio que entraña para nosotros.

Y en la vida y en el colegio nos topamos de bruces con la muerte a la que no podemos dominar, con la que salimos perdiendo. Por eso el primer paso que hemos de dar para hablar de la muerte con normalidad en clase es no separar muerte de vida sino incorporar la muerte como parte de la vida. En términos cristianos, es recordar, como apunta Pagola, que “Ningún ser humano está solo. Nadie vive olvidado. Ninguna queja cae en el vacío. Ningún grito deja de ser escuchado. El Resucitado está con nosotros y en nosotros para siempre”.

Una escuela que humaniza es la que se enfrenta a las situaciones límite con humildad. Karl Jaspers es el creador de esta denominación (situaciones límite):  «lo inevitable de la lucha, del sufrimiento, de la muerte y de la culpa». Son las bofetadas a la existencia. En esta situación el ser humano se contempla a sí mismo en permanente situación de provisionalidad.

No hemos de caer en la búsqueda inmediata y a toda costa del sentido. Con frecuencia asalta la pregunta “¿qué sentido tiene esta muerte?”. Anselm Grün advierte del peligro de pretender asfixiar a un doliente con una “bolsa de sentido”. En rigor y especialmente en los primeros momentos y días del impacto de la muerte, especialmente si es de un niño o producto de un accidente, los menores no están preparados para pensar acerca de ningún sentido. Con ellos debemos acompañar y soportar con paciencia esa ausencia de sentido. Solo al hacer esto estaremos, en algún momento posterior, con capacidad y disposición necesarias para preguntarnos, juntos, por un sentido.

Una escuela que humaniza es una comunidad que sabe detener su paso sin interrumpir la dinámica del quehacer cotidiano. El fallecimiento de una persona que pertenece a la comunidad educativa no nos debe paralizar, pero sí nos obliga en cierto modo a reflexionar y parar. La parada que nos permite atravesar el duelo con el alumnado permite despedirse de la persona querida, quejarse, romperse sostenidos los unos a los otros, aceptar esa pérdida, con idas y venidas, en la medida en que los alumnos van recolocando al ser querido en la propia existencia. Es un recolocar no físico, aunque los niños lo puedan expresar en ese sentido, sino un recolocar exclusivamente amoroso.

Gabriel Marcel escribe: “Amar al otro es decirle tú no morirás del todo”. Esta expresión es muy provocadora. “Tú no morirás del todo” no es asegurar la promesa de la inmortalidad, sino que el ser querido queda recolocado para siempre en mí desde el amor que te tengo.

Cuando muere un ser querido solemos decir que algo de nosotros ha muerto y se va con esa pérdida. Todos morimos un poco. Y es cierto. También lo es que con el amor que profesamos a ese ser querido y en cómo lo recolocamos existencialmente en nuestro diario vivir, también todos resucitamos un poco.

Como educadores estamos llamados a educar en el “tú no morirás nunca” desde el amor que acepta la pérdida y la recoloca para seguir viviendo saludablemente y no se empeña en la apropiación desesperada del otro. Todo esto requiere un tiempo: el tiempo del duelo, que duele. Inevitablemente duele.

El duelo duele, pero culmina en la convicción de que seguir viviendo es el mejor homenaje que podemos hacer a quien se nos ha ido abruptamente.

Espero y deseo que esta Guía sea una buena parada en el camino para reaccionar con diligencia, para acompañar en el duelo y para reflexionar sobre nuestra condición humana. Y, sobre todo, que nos ayude a humanizar la educación y la vida.

Luis Aranguren Gonzalo