Estamos acostumbrados a hablar del duelo adulto, ese conjunto de reacciones emocionales y cognitivas que se extienden en el tiempo y configuran el proceso de adaptación a la pérdida. Nuestra sociedad cuenta con discursos, los rituales y una sensibilidad desarrollada respecto a eso que nos sucede a los adultos cuando debemos despedirnos de un ser querido y continuar viviendo sin esa persona. El duelo infantil, sin embargo, es un fenómeno rodeado de cierto misterio. No sabemos exactamente qué pasa por la cabeza de los niños que deben integrar la pérdida en su vida, qué debemos hacer nosotros, qué decir. Con preocupante frecuencia (y a pesar de nuestras buenas intenciones) somos negligentes con el duelo infantil: asumimos que, como son niños, “no se enteran”, “se les pasará u olvidará”, o “mejor hacer como si nada”, entre otros. Sin embargo, la experiencia clínica de los psicólogos de niños y adolescentes, junto con la literatura científica acerca del duelo infantil nos señala que, independientemente de nuestras actitudes, los niños hacen duelos, procesan activamente las emociones asociadas a la pérdida y dan sentido a lo que les pasa. Lo cual nos abre a nuestra responsabilidad como adultos. Responsabilidad en el entender, y responsabilidad en el hacer. En las líneas siguientes, desarrollaré dos elementos esenciales que caracterizan al duelo infantil y, de alguna forma, lo diferencian del duelo adulto.

Apego

Cuando un niño experimenta la pérdida de alguien querido (un padre, un hermano, un abuelo, un profesor) no sólo experimenta los sentimientos habituales del duelo adulto (entre los cuales la pena es nuclear), sino que además debe enfrentarse a la pérdida de un sentido de seguridad básico. Durante buena parte de su desarrollo los niños son muy vulnerables, lo cual hace que su mente necesite albergar ciertas creencias irracionales pero portadoras de seguridad. Sin ellas, la angustia del niño sería desbordante. El niño cree que sus padres serán capaces siempre de resolver las situaciones difíciles y de protegerlo; que sus padres son irrompibles; que el mundo está ordenado, tiene sentido y es esencialmente justo; que los acontecimientos dolorosos (como la enfermedad) son siempre reversibles; etc. Estas creencias omnipotentes ofrecen al niño un suelo de seguridad que, con el duelo, se rompe. Muy especialmente, puede romperse un conjunto de creencias que dan seguridad en el área del apego, es decir, en lo que toca a la fiabilidad y permanencia de las relaciones emocionales importantes: ¿estarán mis cuidadores siempre disponibles?, ¿serán mis cuidadores capaces de cubrir mis necesidades emocionales, de ayudarme con las emociones difíciles, de comprender lo que me pasa?, ¿me quedaré solo? Por lo tanto, hacer un proceso de duelo en la infancia implica una doble tarea: asimilar la pena, el dolor, el echar de menos (algo en común con el duelo adulto), pero también recuperar cierto sentido de seguridad básico que, con la muerte del ser querido, ha quedado en entredicho. Las respuestas del mundo adulto al duelo infantil deberían incluir por lo tanto esta dimensión reconstructiva en el área del apego, además del acompañamiento emocional centrado en la pena. Algunas de las estrategias que pueden contribuir a la reparación de ese sentimiento de seguridad básica son: establecer horarios muy marcados, predecibles y sistemáticos; anticipar las separaciones y las reuniones cotidianas; asegurar de forma explícita que los adultos supervivientes van a estar disponibles y van a estar bien; etc.

Fantasía

Los adultos, en general, contamos con información objetiva y racional sobre nuestra condición biológica, lo cual nos permite entender la enfermedad, el dolor físico y la muerte. En el caso del niño, esta comprensión no se ha desarrollado aún, hay un vacío de información en lo que toca a los procesos biológicos que hacen que enfermemos y que muramos. Este vacío informacional tiende a llenarse con fantasías. Por ejemplo:

  • Frente a la dificultad de entender por qué “el abuelo se quedó dormido y no volveremos a verlo”, el niño puede sacar la conclusión que, cuando las personas nos dormimos, después ya no despertamos.
  • El niño puede asumir que sus pensamientos o sentimientos negativos hacia algún familiar (el enfado, los celos, etc.), experimentados en el pasado, pudieron provocar la enfermedad y la muerte de dicha persona.
  • El niño puede interpretar el hecho de que su familia no cuente con él para el entierro o el funeral como síntoma de que ha hecho algo malo, de que no es bienvenido en la pena familiar.
  • El niño puede entender que, si la enfermedad fatal de un familiar comenzó con un dolor de tripa o un dolor de cabeza, la próxima vez que él tenga esos síntomas, el mismo destino le espera.
  • Etcétera

La fantasía infantil es poderosa, ya que se basa en el pensamiento mágico, y las interpretaciones que se derivan de este aspecto de la mente infantil (tales como las que he presentado unas líneas más arriba) pueden provocar culpa o miedos muy significativos que, sin embargo, el niño tendrá dificultad para expresar si percibe que la llamada “conspiración de silencio” domina las conversaciones familiares. Por eso, con frecuencia, la política de “mejor no decirle nada para no hacerle sufrir” es un camino equivocado. La información (adaptada a la edad del niño, a su tolerancia y su capacidad de entender) es una aliada frente a esas fantasías dolorosas, culpógenas, con las que el niño a veces da significado a los impactos de la realidad.

Carlos Pitillas Salvá

Doctor en psicología, profesor en la Universidad Pontificia Comillas, coordinador del proyecto de intervención familiar Primera Alianza y co-autor de Primera Alianza: fortalecer y reparar los vínculos tempranos (https://blogs.comillas.edu/primeraalianza/)