Dicen los psicólogos que cada persona, en un momento de su vida, debe hacer una elección sobre cómo quiere plantarse su presencia en este mundo. Desde la libertad o desde la seguridad. Y que los que no hacen la elección, ya se encarga la vida de hacerla por ellos. Los que desean vivir desde la seguridad buscarán una casa propia, un trabajo estable, una mujer, unos hijos y un ambiente tranquilo sin demasiados sobresaltos. Los que optan por la libertad elegirán vivir siempre experiencias nuevas y distintas, enriquecedoras, muchas veces riesgosas, casi siempre en conflicto con los “poderes establecidos”, que llenan el corazón y dan sentido a la existencia. Y casi siempre estarán acompañados, como dijo el poeta, “por esa amante inoportuna que se llama soledad”. 

Siempre fui un enamorado de Jesús de Nazaret y del trabajo con los niños. Por eso estudié Magisterio y, cuando lo finalicé, con excelentes notas, el Ministerio de Educación me ofreció una plaza fija como funcionario (en los años 80 las llamaban de acceso directo y a los mejores alumnos de cada promoción el Gobierno les daba una plaza fija sin pasar por oposiciones). Cuando rechacé la plaza, muy pocas personas de mi entorno entendieron por qué lo hacía. Pero yo tenía claro lo que quería hacer con mi vida: seguir a Jesús de Nazaret trabajando con los niños y jóvenes desde la libertad.

Mi primer trabajo como misionero fue en España. Eran los años 80. Pobreza, paro, delincuencia, droga y, a la vez, lucha por la libertad, esperanza, entrega, compromiso. En un pueblo del sur de Madrid, unos cuantos idealistas decidimos hacer un colegio: era un colegio diferente. Para niños y jóvenes en el umbral de la pobreza, alumnos fracasados de otros centros, marginados, metidos en problemáticas de delincuencia juvenil, algunos de ellos coqueteando con la heroína. Sin dinero, hubo que hacer el centro con la colaboración gratuita de todos. Con alumnos de fracaso escolar, hubo que crear otro tipo de pedagogía: participativa, práctica, útil para la vida y, sobre todo, que buscaba crear conciencia. Un colegio en el que el auténtico y único protagonista era el niño. Y, como apoyo imprescindible, los grupos juveniles, las asociaciones, los talleres… Y, en el centro, la pequeña iglesia donde muchos de los que participaban en el proyecto cogían fuerzas y esperanza para seguir adelante, para dar sentido al trabajo que se realizaba. Lo más duro, los muchachos metidos en las drogas, especialmente con la heroína. Nos íbamos con ellos a lugares alejados de toda población y, durante más de una semana, los acompañábamos hasta que pasaran «el mono» (síndrome de abstinencia) sin pastillas ni somníferos. Y luego, ya de vuelta en el pueblo, había que hacer el seguimiento para no recaer. Un trabajo duro y con muy pocas posibilidades de éxito: fueron muriendo de una sobredosis, o de SIDA, o de un balazo de la policía. 

Diez años después, la vida me llevó a América Latina. En esos momentos, era el continente de la esperanza, de la lucha de los oprimidos, de la teología de la liberación. 

Llegué a Colombia y aterricé en un barrio marginado y conflictivo para trabajar en un colegio. “Salí de Guatemala para entrar en Guatepeor”. El conflicto entre militares, guerrilleros, narcotraficantes y paramilitares estaba en todo su auge e impregnaba la vida del barrio. El periódico local describía con toda clase de detalles macabros los homicidios diarios. Un barrio en el que había que vivir el día a día porque la vida valía los 100 euros que le pagaban a un sicario por acabar contigo. Y, en contraste, la alegría de la gente, sus ganas de vivir, de salir adelante, de progresar; su fe limpia y fuerte, su solidaridad con los que menos tienen, su fuerza de vivir. Y en ese ambiente hay que anunciar el mensaje de Jesús. Y hay que denunciar injusticias, y hay que enarbolar la bandera de la paz. Pero eso trae complicaciones porque ellos tienen las armas y se creen poseedores de la verdad. Y vienen los problemas: amenazas, detenciones, vigilancia continua, sospechas… Entre los grupos juveniles que habíamos creado había uno al que yo le tenía especial cariño: el grupo de Paz. Jóvenes que apostaban por otra manera de vivir, que apostaban por la paz. Y nuestras reflexiones las llevábamos primero a nuestras vidas y también a nuestros compañeros en el colegio. Publicábamos un artículo semanal elaborado por todos en el periódico. Y nos amenazaron de muerte. Especialmente a los jóvenes que estaban en el grupo. Yo, como extranjero, estaba un poco protegido por la Brigadas Internacionales (¡cuánto bien hicieron esos grupos!). Todavía me duele esa situación.

Varios años después me encontraba a 3.500 metros de altitud, en Ecuador en la cordillera de los Andes, trabajando en un pueblo, con la mayoría de la población indígena. Según los expertos, el pueblo indígena más auténtico de América. Trabajaba desde un colegio y una parroquia. Un pueblo orgulloso de sus tradiciones milenarias que cuidaban con mimo. Un pueblo donde prima el trabajo comunitario, el bien común, las decisiones tomadas por unanimidad en los cabildos. Desde el trabajo en la parroquia, veía tres claridades: escuchar, escuchar mucho a la gente; anunciar el Evangelio; y hacer el bien. Nada nuevo, tratar de imitar un poquito a Jesús. Fue el tiempo de los proyectos. Entre los problemas con los que me encontré: el alcoholismo, la violencia de género (consecuencia fundamentalmente del anterior), los niños con discapacidad (se consideraba una vergüenza para la familia y los tenían escondidos en sus casas viviendo como animalitos), y el problema de las madres solteras (con muchos hijos y sin casa propia para vivir). Tenía la ventaja del apoyo total de la gente. Con la ayuda de organizaciones españolas fueron saliendo: la Casa de la Mujer, con expertas para interaccionar en los casos de violencia de género; grupos de alcohólicos anónimos; una escuela de Educación Especial; el Proyecto “Casa para todos”, ofreciendo gratuitamente una casa para madres solteras… y hasta una televisión con la finalidad de potenciar la cultura y las tradiciones indígenas.

En el año 2003, había cambiado de continente. Estaba en África en medio de la selva tropical, en un pueblo de menos de 4.000 habitantes. Y aquí, lo prioritario es la educación. Hacer un colegio de calidad, en todos los sentidos. Apostamos porque el cambio social solo se puede dar realmente desde la educación. Y, en medio de la selva, hacemos un centro que apuesta por la excelencia: excelencia académica -alumnos bien preparados que pueden acceder sin problemas a estudios superiores-; excelencia pedagógica -adaptando la metodología a la realidad de unos jóvenes con muchas carencias, empezando por el idioma, ya que en las escuelas se estudia el castellano pero en el pueblo se habla casi únicamente la lengua nativa-; y excelencia educativa -promoviendo los valores que nos van a hacer hombres y mujeres “de bien”-. La característica principal del centro es la participación de los alumnos en todos los órganos del colegio. Ellos mismos elaboraron el reglamento de régimen interno, participan en las reuniones de evaluación y asumen la mayoría de las responsabilidades del centro. Damos mucha importancia a los talleres que se tienen por las tardes, fuera del horario escolar. En ellos se aprenden conocimientos prácticos, útiles para la vida (desde el oficio de peluquero o de carpintero, hasta los conocimientos básicos de periodismo elaborando una revista escolar, conocimientos prácticos de electricidad…). Con respecto a la religión se vive en un sincretismo que mezcla la tradición con los principios de la Iglesia. Probablemente es fruto de una deficiente primera evangelización. Se evangeliza, sobre todo, desde la presencia y el ejemplo. 

Después de todas estas experiencias vividas, resuena en mi interior un agradecimiento profundo a la gente con la que he compartido parte de mi vida, pues soy consciente de que he recibido mucho más de lo que he dado. Y si el objetivo de esta vida es llenar tu corazón de experiencias que te enriquecen y te hacen crecer, coincido con el poeta: “confieso que he vivido “.

José Bravo Román
Secretario de la Asociación de Centros Católicos de Enseñanza de Guinea Ecuatorial (ACCEGE)

 

Hoy, 27 de febrero, Día Mundial de las ONG, hemos querido conmemorar y celebrar esta fecha con el testimonio de vida del padre José Bravo Román, misionero escolapio desde hace 20 años, reconociendo así su labor y la de tantos otros que a través del trabajo de las ONG en todo el mundo contribuyen a una sociedad mejor. Bravo es hoy secretario de la Asociación de Centros Católicos de Enseñanza de Guinea Ecuatorial (ACCEGE), una organización que contó para su fundación con la ayuda de la Federación Española de Religiosos de la Enseñanza (FERE-CECA), presente en Guinea Ecuatorial desde hace más de 40 años. El trabajo de FERE-CECA en ese país se ha centrado en garantizar el acceso de la población ecuatoguineana, y en especial a aquellos de mayor vulnerabilidad, a una educación de calidad en los diferentes niveles del sistema educativo, así como acciones en formación de profesorado, educación no formal y fortalecimiento del Ministerio de Educación de Guinea Ecuatorial. En la actualidad se está llevando a cabo un proyecto conjunto financiado por la Unión Europea denominado: «Promoviendo los derechos de jóvenes y mujeres a través de la Formación Profesional».