En el principio de los tiempos de las redes sociales surgieron unos personajes blancos que nos hablaban de tú a tú de lo que conocían bien y lo compartían con el mundo sin esperar mucho a cambio. Pasó el tiempo y las propias redes sociales comenzaron a premiar a esos personajes para agradecerles que aportaran contenido y movieran a las masas en su zona de influencia. Más adelante las marcas, conscientes del poder de los personajes blancos sobre sus seguidores, decidieron entrar en el juego premiándoles con cada vez más suculentas cantidades de dinero a cambio del patrocinio de sus productos.

Así, los personajes blancos se tornaron grises, y ya no estaba tan claro que sus recomendaciones fueran el fruto verdadero de su experiencia y de su conocimiento del mercado. Algunos de los influenciados fueron conscientes de este cambio de registro que colocó a los personajes grises en la intersección entre el público y las marcas, pero otros no vieron la venta velada y no tan transparente como sería recomendable.

Decir que todos los influencers son grises tirando a negro tampoco sería justo. Muchos aportan contenidos de valor y no esconden aquellos que son patrocinados, diferenciándolos bien de los que no lo son. Muchos son de gran ayuda en áreas tan dispares como la alimentación saludable, el deporte, la crianza, el crecimiento personal… Otros, es cierto, se erigen en pequeños dioses enriquecidos hasta lo inimaginable gracias a su público, se permiten hacer una peineta a Hacienda trasladándose a supuestos paraísos fiscales andorranos, arremeten contra los periodistas que lo denuncian y se ríen del mundo con una sonora superioridad.

Pero ni siquiera veo ahí el problema. El problema llega cuando esos personajes de color indefinido son los ídolos de nuestros niños y adolescentes, que paulatinamente crecen en interés por cómo pasar al siguiente nivel de juego a la vez que decrecen en interés por desarrollarse en plenitud, en cuerpo y alma, en soporte sólido de la humanidad del mañana.

Y aquí es donde llega la viga en nuestros ojos porque, lamentablemente y sin quererlo, hemos dejado a nuestro paso un reguero de huérfanos digitales a los que no hemos sabido guiar. Cierto que ya hay mucha gente poniéndose las pilas, pero no debemos olvidar que la responsabilidad del mundo en el que vivimos es de todos y cada uno de nosotros.

Como individuos vivimos inmersos en un mundo veloz que nos atrapa. Cada vez escucho a más gente quejarse de su vida y del sinsentido en el que se encuentran. Andamos atrapados por la necesidad de correr y el deseo de teletransportarnos. Hemos perdido el placer de recorrer el camino y estamos esperando que el Hyperloop, un tren movido por levitación magnética y encerrado en un túnel al vacío que podrá recorrer 350 km en media hora, lo consiga. Hay esperanza, incluso se percibe en redes sociales, que empiezan a llenarse de recetas para tener un armario minimalista y para cocinar al estilo slow cook, vamos a fuego lento.

Las familias también tenemos mucho que ver en todo esto. Hace poco leí a @armandobastidaep recomendar a los padres que hiciéramos de nuestra vida algo atractivo para nuestros hijos. Me impresionó ser consciente de que es lógico que los niños no quieran crecer si lo que ven delante de ellos es a adultos agotados, estresados, preocupados… Hacer nuestra vida atractiva es una responsabilidad no ya no con nosotros mismos, que también, sino con nuestros hijos. Solo así merecerá la pena seguirnos, solo así seremos buenas influencias aceptadas con agrado.

La escuela por su parte tiene el deber de hacer un manejo adecuado de sus redes sociales y de contribuir a esa influencia positiva. Enseñar a los niños a tener criterio, a ser críticos y a construir desde el principio una reputación digital sólida, coherente y positiva, es una responsabilidad ineludible.

En cuanto a la Iglesia, tiene ante sí el reto de emplear la cultura digital para la evangelización en nuestro siglo. Imposible no mencionar aquí a Dani Pajuelo, marianista e influencer todo en uno, que apuesta por “comprender la mutación cultural que estamos viviendo, sin caer en valoraciones simplistas o juicios extremos que nos esterilizan para la misión”.

Como los influencers, nosotros también podemos ejercer una influencia blanca, gris o negra en los niños y adolescentes. Quizá tengamos que dejar de echar balones fuera, dejar de criticar aunque haya criticables, y tratar de hablar en su idioma para hacernos más atractivos a sus ojos, para engancharles y hacernos entender.

@iflantigua recogía ya hace unos años un análisis de Sherry Turkle, profesora del Instituto Tecnológico de Massachusetts e investigadora de las relaciones entre el hombre y la tecnología, que alertaba de que “la tecnología ha hecho que estemos experimentando una huida de la conversación cara a cara”. “La conversación se muere”, titulaba la periodista al escribir sobre las conclusiones de Sherry Turkle, para quien los tuits no equivalen a una conversación real, sin la cual “perdemos aquello que nos diferencia del resto de las especies, perdemos nuestra humanidad”.

Quizá bastaría con empezar por ahí, por conversar cara a cara con nuestros hijos, con nuestros compañeros, con nuestros alumnos, con la humanidad.

Victoria Moya
Directora del Departamento de Comunicación de EC
@victoriamsegura