Déjame, Señor, acercarme, solo por un momento y sin hacer ruido, al Belén de la vida donde te nos apareces: lugar alejado, sin acogida, de pobreza absoluta, sin flashes, ni fotos, nada de multitudes. Naciste acostado en el pesebre, en silencio, sin selfies; lejos de micros, pantallas leds o lanyards. Tus padres no habían diseñado un lema, ni hubo notas de prensa. Respiro hondo después de bajar todas las persianas e ir clase por clase apagando las luces olvidadizas. No suenan teléfonos ni timbres. Todos están en casa ya.

Déjame Señor que entre y te observe así, sin focos ni escenarios. Solo la luz del firmamento o, quizás, la de una sencilla vela. Tu nacimiento en el establo no necesita de pase o acreditación, me transporta el deseo de estar contigo; sin necesidad de viajar en tren, avión, metro, autobús…, hoy nada de wifi ni aplicaciones que me faciliten la conexión. 

Cerca y dentro.
Abajo. Aquí y ahora. 

En este lugar de mi interior quizás con exceso de cortisol me esperas y, en el encuentro, tu pequeñez es quien me acuna de toda programación, líneas estratégicas, objetivos trimestrales, proyectos que van naciendo, compañeros que no están, otros que hay que sustituir, reparaciones que no pueden realizarse, alumnos que no llegan o se marchan, dinero que no alcanza, administración guerrera, dinámicas de claustro muy aparentes pero quizás sin tu mensaje explícito…

Sí, en tu pequeñez nos acunas también con los que dejan sus tierras y van lejos, con los que regresan porque no hallan lo que buscaban, con los que deambulan las calles demandando Vida, ya sea con monedas, con bandas o inhalando algún tipo de chute perjudicial. Nos meces entre la tierra seca y necesitada de agua, con el mar de plástico y las especies disminuyendo. Nos acunas en nuestra pequeñez.

Ahora eres mi única reunión en la agenda, te tengo solo a ti en el horario, no hay sala, teclado ni pantalla. 

Déjame, solo por hoy, reposar en ti lo vivido en el trimestre, empaparme de la simplicidad del misterio yo que vengo a ti tan complicada por dentro. ¡Es tanto lo vivido! te digo. ¡Tan agotada llego!… tanta intensidad vivida que… callo. Respiro hondo. Por fin me silencio y eres tú quien me encuentras diciéndote: Pon luz a mi norte, paz a mi balbuceo, seguridad a mi zozobra. 

Sentada en el suelo y, casi acurrucándome en ti, por fin te veo: 

pequeñez para crecer, debilidad para proteger,
indefensión para salvar, pobreza para atender,
llanto para calmar, suciedad para limpiar.
Hambre que alimentar, ternura para abrazar,
palabra que acallar, silencio que romper. 

Tú en cada contraste y necesidad me llamas a la coherencia, me sacas de la indiferencia. Pequeño y pobre. Nada más. Pura invitación a la vida plena. Tu mirada me interpela. Tú, que lo puedes todo, te engrandeces contando con todos. Esto me enseña.

Un año más. Vuelves. Será que merece la pena. De acuerdo, pequeño niño, acompásame por dentro. Juntos haremos que merezca la pena cuidar, con nuestra vulnerabilidad, esa pequeñez y pobreza que nos apuntas año tras año. Y justo en este momento, te duermes. 

En esta Navidad, en este rato, nos acercamos sin despertarte, llenos de torpeza, ganas, dudas y fuerza. Queremos salir restituidos, descansados, encontrados y también deseosos de encuentro. Afiánzanos en ti, tú que siendo el todo, te encarnaste sin nada.

Déjanos, pequeño Señor, nuestro niño, con todo lo que esto conlleva, adorarte. 

Dolors García
Directora del Departamento de Pastoral de Escuelas Católicas