“¡Hola! ¡Buenos días! Soy un redactor del diario ¡‘El Planeta’!”. Al otro lado del teléfono, se hace el silencio. No tan helador como cuando se recibe la llamada de un inspector. Pero casi. ¡Alerta! ¡Un periodista nos acecha! Activemos alarmas. Un ser de otro ‘planeta’. Muro de contención. ¿Nos estará grabando la conversación? ¿Querrá buscar la mota de polvo más oscura bajo la alfombra del aula de psicomotricidad? Inevitable dejarse contagiar por un imaginario colectivo contaminado cuando un profesional de los medios se acerca a un centro educativo. Con el temor de que lo haga porque algún conato de crisis merodea por el colegio. ¿Y cuándo no hay un sobresalto en un aula, en los pasillos o en el patio? Todos los días. La vida escolar lleva adosada la sorpresa en su horario. El quehacer del comunicador, también. Va a ser que maestro y reportero no viven en universos dispares.

Esa maleabilidad que se les pide a ambos para sortear episodios inesperados no implica vivir en la improvisación. Mal le va el periodista kamikaze que no se prepara una entrevista. Y mal va una escuela que se lanza a una reunión de padres sin paracaídas. Educar y comunicar no es un juego de niños. Menos aún, si ambas vocaciones se aúnan. El educador lleva en la sangre la vocación de comunicar. Y el comunicador tiene mucho de pedagogo en sus venas.

Nadie duda de que una escuela que comunica bien es una escuela que funciona. Solo así puede hacerse llamar comunidad. Porque comunica hacia adentro. Pero también, hacia afuera. Si nadie tiene duda alguna, hoy por hoy, de lo vital que supone informar a todo el centro de los protocolos que se han de seguir cuando asoma un posible caso de ‘bulling’ o los pasos a seguir cada vez que se programa una actividad que requiere pasar una noche fuera, no cabe duda que también ha de cuidar sus cauces de comunicación con ese ser de otro planeta que es el redactor de turno. ¿Y cuando toca aislar un aula entera por un caso de COVID-19? ¿Y cerrar el colegio a cal y canto porque el virus campa a sus anchas? ¡Miedos fuera! ¡Y más aún echar el candado por si se nos vincula como el epicentro de la pandemia! No va a ser a así, si se ha actuado según los protocolos. Basta con responder con transparencia y naturalidad. Porque con la misma celeridad que tu centro aparece en un titular una mañana es sustituido al día siguiente por otra escuela de la otra punta del país donde, lamentablemente, el coronavirus se ha autoinvitado. Relatar sin temores y explicar sin recovecos.

Entre otras cosas, porque si no comunicas, alguien lo hará por ti. Si el director de un centro decide no responder ante un par de cámaras y sus correspondientes micrófonos, ya se encargarán otros de ejercer de portavoces no oficiales de espaldas al objetivo y con la voz y el relato distorsionados. Véase un grupo de Whatsapp de allegados al colegio.

Por eso, de la misma manera que todo el personal de centro se forma en primeros auxilios, aunque no tenga vocación de anestesista, no está demás que el claustro apueste por unas nociones básicas de comunicar.

No solo ante el periodista, sino ante las familias y para que esa presencia inevitable en redes sociales sea afectiva y efectiva. Entre otras cosas, porque en una sociedad en la que cada cual tiene una pantalla en sus manos, quizá el profesional de la comunicación es un interlocutor menor. Y en caso de que lo fuera, puede ser una oportunidad y un aliado. Basta una premisa: trata al periodista como te gustaría que los padres de tus alumnos te trataran a ti.

A partir de ahí, los demás consejos se venden caros. O no. Tal fácil como descargarse un imprescindible de Escuelas Católicas: “Comunicación y educación. Libro de estilo de la comunicación y el marketing en instituciones y centros educativos”. Una guía práctica sin vericuetos que ya la quisieran para sí otros gremios. Con este manual las manos de los equipos directivos y de titularidad, no se verá a ese redactor del diario ‘El planeta’ como a un marciano… O como a un virus.

José Beltrán
@JOSELEBELTRAN
Director de la Revista Vida Nueva