“El clamor de los pobres y el clamor de la Tierra ya no dan para más”. Así comienza el vídeo de promoción de la Semana Laudato Si’, que celebramos en estos días, del 16 al 24 de mayo. Son palabras del papa Francisco. La pandemia nos ha colocado frente al espejo de nuestro modo de vida como seres humanos. Refleja la paradoja a la que hemos llegado: mientras que esbozamos nuevos dispositivos móviles 5G cargados de interconexión, rapidez y altísima tecnología, un virus invisible tiene a la humanidad postrada y herida. Y ambas realidades se encuentran estrechamente interconectadas. Por eso la pandemia es lugar de escucha.

Escuchamos que tras tocar el techo de un progreso que creíamos ilimitado, la vida nos solicita dar un salto cualitativo para que podamos seguir viviendo con la hondura y frescura que merecemos. Pero, como advertía Einstein, “ningún problema puede ser resuelto en el mismo nivel de conciencia en el que se creó”. La forma de ordenar la realidad desde el éxito individual, la competitividad y el hiperconsumismo ya no da más de sí. La misma realidad que nos grita, solicita que nos vinculemos a ella de otra manera, desde otro lugar diferente, más anclados en la vida que cada día nos convoca. Dice el escritor y místico Hugo Mugica en estos días: “La vida es estrecha, tal como la veníamos viviendo”. Se trata, pues, de ensancharla.

Cuenta el filósofo Bernardo Toro que, estando un tiempo en Vietnam visitando escuelas rurales, se internó en una de ellas y pidió permiso para entrar en las aulas. Le llamó la atención que antes de cada clase los alumnos, de todas las edades, hacían unos minutos de silencio contemplativo. Es la revolución espiritual que nace del vivir conectado a una fuente de energía distinta a los fundamentos económicos, sociales y culturales que nos han traído hasta nuestro actual estado. Es una forma de ensanchar radicalmente la vida.

El cambio de nivel es un salto espiritual personal y colectivo. El papa Francisco lo llama conversión integral o conversión ecológica: sumergirse en la experiencia de que todos estamos conectados. El vínculo nos sostiene y sumergidos en él aprendemos que el cuidado de la fragilidad de la vida, la sanación de tantas heridas y el trabajo por la justicia que nos dignifica a todos por igual constituye una tarea hermosa y apasionante.

Estas tres virtudes son las que me enseñó hace días Manik, joven migrante bangla, en un encuentro telemático con una treintena de migrantes en Madrid. Mamadou, senegalés, compartía que ya no tenía alimentos, a lo que rápidamente Manik respondió ofreciendo el banco de alimentos de la asociación blangla a la que pertenece. Tres frases apuntaba en su precario español: “todos somos paisanos”, “somos como tú familia” y “siempre somos juntos”. Tres frases que simbólicamente esculpen la barca de los migrantes que en el pasado otoño se inauguró en el Vaticano. La barca de bronce se convierte ahora en cascarón frágil hecho de rostros y de gritos que no caen en el vacío porque son acogidos por la disponibilidad del pobre. En esa barca solo nos salvamos juntos.

La mística del cuidado en la que se zambulle Manik y de la que nos da cuenta Laudato Si’, no nos deja instalados en el sillón. Antes bien, es la chispa que necesitamos para actuar con coraje y audacia en un tiempo nuevo, donde el guion no está escrito y necesitamos enormes dosis de creatividad personal y colectiva. Entramos en un tiempo de “coraje para hacer un verdadero cambio radical de dirección”, como reclama el Pacto educativo global, promovido por el papa Francisco. Hemos de salir, como Abraham, para entrar en el tiempo de la Promesa que nos aguarda, más que por los patrones de conducta del pasado.

El salto espiritual nos conduce a creer firmemente que todos somos paisanos, miembros de la misma familia. Esa convicción necesita articularse en un proyecto ético mancomunado presidido por el cuidado de la casa común y de cada uno de nosotros. Un cuidado que se hermana con la justicia que no deja fuera a nadie, porque todos los seres humanos somos igualmente importantes. Para ello es preciso pensarnos como especie y cultivar la “conciencia de un origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro compartido por todos” (LS 202).

El pasado 17 de abril el Papa nos invitaba a participar en un plan para resucitar. Escuchemos: “Este es el tiempo propicio de animarnos a una nueva imaginación de lo posible con el realismo que solo el Evangelio nos puede proporcionar”.

Hemos tocado techo. Un tiempo nuevo nos está esperando. Atrevámonos a dar el salto.

Luis Aranguren Gonzalo