Cada cierto tiempo, como si fuera una medicación pautada en su dosis y frecuencia, vamos encontrándonos en titulares informaciones sobre casos de abusos sexuales en el seno de organizaciones o actividades de la Iglesia Católica.
Antes de seguir escribiendo, diré mi opinión como laico comprometido y padre de dos hijos: condena total y absoluta hacia cualquier situación de violencia o abuso, sexual o de cualquier otra índole, con un menor o un mayor, me da igual. No hay palabras suficientes en el diccionario para expresar la rabia, el dolor, el asco y el juicio que personalmente me provoca esta situación. Transparencia, veracidad, condena, justicia, reparación y prevención. Pueden sonar gruesas mis palabras, pero no más que las de Jesús cuando afirmó “mejor sería atarle una piedra de molino al cuello y arrojarlo al mar”…

Dicho todo lo cual, podemos seguir reflexionando, sin olvidarlo en ningún momento. En ningún momento. Pero podemos y debemos seguir reflexionando.

A los creyentes nos golpea como un látigo el dolor de ver roto y manchado el vínculo que Jesús nos enseñó a tener con sus discípulos: la relación de maestro. Pensar que esa situación privilegiada de ayuda y crecimiento pueda tornarse en un lado tan oscuro, nos produce dolor y rechazo. Pero no es, o no debiera ser menos dolorosa cuando la situación se produce rompiendo un vínculo igual de sagrado, y común a tantos, como es la relación paternal. Y así podríamos entrar en otras esferas en las cuales vemos rota la base de la confianza, de la fe puesta en alguien.

Es evidente que el análisis de los datos de abusos a menores refleja una primera realidad: han existido y existen. Ojalá podamos construir entre todos una sociedad donde sea imposible conjugar el verbo en futuro. No somos capaces de entender, quizás porque es imposible, los “porqués”, pero lo cierto es que la realidad es más fría: todos los años se denuncian hechos de este tipo, bien recientes o bien pasados. La mayor parte de ellos, en su inmensa mayoría, en el círculo de las relaciones familiares, y después en otros ámbitos como el escolar, asociaciones o grupos, vecindad, etc.

Sin embargo, me resulta sorprendente que la realidad de los números no lleve al prejuicio general hacia la “paternidad” como una fuente de abuso sexual, o hacia otros nexos de relación. Y parece normal pensarlo así. Que haya padres que cometan semejante aberración (con menores hasta en edad de cuna), no debería nunca dar el salto a considerar ni a todos los padres ni a dicha condición (la paternidad), la fuente del problema.

Esa presunción de culpabilidad sin embargo se realiza por una parte de la sociedad hacia todos los sacerdotes o religiosos. Considerar que todo el clero o religiosos son pederastas. Personalmente he estudiado toda mi etapa escolar en un colegio religioso (salesianos), y he vivido y vivo mi fe en un parroquia redentorista en la cual he participado de niño y adolescente en grupos y campamentos, y después durante más de 15 años como monitor y catequista. Nunca, y digo, nunca, he visto nada que pueda ser considerado indicio ni sospecha de maltrato o abuso. Nunca. Ciertamente que si de alguna de esas etapas hubiera una denuncia, y se probara, la condenaría y sería igual de tajante en mi juicio, pero esperaría que nadie pensara de mí que soy un encubridor de un delincuente, ni un cooperador necesario para un delito, ni mucho menos un cobarde por no denunciar lo que hubiera tenido que ver y no ví.

La Iglesia es una realidad tan amplia y tan diversa que realmente los miles de personas de buena fe que en ella viven y expresan su compromiso no merecen ese juicio general. Es verdad que la Iglesia ha cometido errores y faltas muy graves, y que hay casos que ha conocido en los que no supo actuar correctamente. Y es necesario y urgente que se corrija esa situación, se de reparación a las víctimas, y se aplique la justicia. Ahí está la política clara del papa Francisco al respecto, las decisiones que se están tomando y los protocolos que se están implantando para que nunca nadie tenga la tentación de mirar hacia otro lado. Nuestra mirada debe estar, si acaso, con la víctima inocente. Pero por favor, no pensemos que ni todas las personas de la Iglesia ni la propia condición de la estructura eclesial oculta de forma general y sistemática la verdad. Solo así podemos entender el camino de limpieza y clarificación que está recorriendo la Iglesia, respetando según el caso los derechos de las víctimas, no precipitando juicios rápidos sin presunción de inocencia para los acusados, etc. Es una realidad tan dolorosa, que debemos todos aprender a hacer las cosas muy bien para no generar más dolor y sufrimiento a ninguna persona inocente, a ninguna.

He sido testigo directo hace poco de lo que supone para un colegio recibir la noticia de un caso admitido de abusos a un menor por un religioso de la institución hace casi 50 años. He visto la perplejidad ante la noticia de profesores y padres que son antiguos alumnos de dicho centro. He escuchado a un padre de una alumna actual del centro, antiguo alumno él, cómo me decía que le parecía imposible que aquello fuera verdad. Escuchar a ese padre de actual alumna decir “nunca ví nada cuando era alumno, nunca escuché nada, ¿qué puedo decir?”, me lleva a pensar que la realidad de los actos más oscuros y abominables pocas veces se desarrolla a la luz del día, y que ahora ese padre no tiene por qué cargar en su conciencia la presunción de ser un encubridor ni un cooperador necesario para un delito.

Y como ese padre tienen también el mismo derecho los profesores, actuales o antiguos del centro; los miembros del equipo directivo, actual o antiguo; o los religiosos de la comunidad del colegio, actual o antigua. Donde se supo y no se actuó, justicia y reparación. Pero causas generales y condenas a priori a tantos miles de personas, NO.

Javier Poveda