Todos ansiamos lo que no tenemos. Nos atrae el no. Los rubios quieren ser morenos, los pelos lisos quieren ser ondulados, otros son planchados. Los de pueblo se cansan de las distancias cortas y quieren ir al mogollón de la ciudad que les asegura el anonimato y ver luces led por la noche. Los de los atascos matutinos para llegar al trabajo queremos perder el burrum burrum de los coches, no tener tanta gente y comprobar de vez en cuando que las estrellas siguen iluminando nuestro firmamento. La rutina, sea la que sea, diluye la fuerza de lo sagrado, lo vital y realmente importante en nuestras vidas.

Rodeada de tanto asfalto y contaminación echo de menos andar entre los árboles. Cuando puedo hacerlo se me despiertan los sentidos hasta tal punto que detecto cómo aumenta mi escucha, el olfato, el tacto… y percibo al instante el atrofiamiento cotidiano en el que me encuentro. En la naturaleza el altavoz interno me amplifica el sonido de los pájaros, el crujido de las hojas al andar, me llega la fuerza del viento en la cara, el sol en la piel. Me sonrío sola porque no hay pantalla ni dispositivo que haga de filtro entre mis ojos y la realidad. Todo es en vivo y en directo. 

Cuando más me adentro en el camino más ganas tengo de estar en silencio, pensar, escucharle… y me alejo de todo para no encontrarme con nadie. Quiero estar a solas. A cada paso que doy más vegetación me encuentro, más espesura de ramas, más pájaros y también más en alerta porque, desgraciadamente, soy de fácil desorientación. Pero, en el momento menos pensado, la ropa se engancha con las ramas y me sujeta. Todo se para. Ya no valen movimientos bruscos por miedo a estropear la ropa. Con suavidad hay que detectar el enganche para continuar y evitar un agujero.

«PASTOREA a tu pueblo, Señor, con tu cayado,
al rebaño de tu heredad,
que anda solo en la espesura,
en medio del bosque;…» Mi 7, 14-15. 18-20

No estuve en la época del profeta Miqueas, tampoco entiendo mucho de rebaños, aunque he observado varias veces lo importante que es para las ovejas quien lleva el cayado y también cómo el pastor conoce a cada una de forma real por su nombre. Los expertos cuentan que en el s. VIII, en plena guerra entre el reino del norte y del sur, los habitantes tenían un gran sentimiento de abandono de Dios, de castigo y hasta de su juicio. Andaban un poco espesos de mente y la claridad del profeta les recordaba la imagen de un Dios que siempre ofrecía alternativas ante la desesperanza, que intuía lo que no desea y lo que sí espera de cada persona: “Ni sacrificios, ni ofrendas, ni inclinaciones, ni canturreos: lo que el Señor espera de vosotros es que aprendáis a amar con fidelidad y con ternura y que caminéis humildemente con Él”[1].

La cuaresma es una invitación a recorrer la soledad del interior, observar nuestras espesuras para acercarnos más a ese amor que nos colma de fidelidad, ternura y nos libera para continuar con más ganas el camino de la vida que solo encontramos a través de los enganches que no deseamos como puede ser la muerte. 

Hasta que no se experimenta la densidad de las ramas de la vida y el obstáculo que nos retiene en algunos aspectos personales no se tiene la necesidad de liberación, de ligereza ante el cargo, no se siente la energía más primaria que te impulsa a continuar con mayor luz y claridad. Si te enganchas y fuerzas corres el riesgo de que en medio de la espesura aparezca un agujero en aquello que llevas puesto. ¿En qué espesura nos encontramos hoy? ¿Qué ramas debemos cortar? o pensando en Siria y Turquía: ¿qué ruinas debemos volver a edificar? El hermano Georges Sabeh, marista en Alepo, junto con los salesianos y salesianas, jesuitas y otras congregaciones que viven allí, saben lo que va a costar recomenzar. 

Damos gracias por la presencia de la iglesia y de una vida cristiana comprometida que ante una población que ha perdido cualquier esperanza hacen lo imposible por  apuntar a la resiliencia, la confianza, la organización comunitaria, la distribución de bienes, la captura de sonrisas, paz… y continúan apuntando al camino de la vida gracias a una educación transformadora. 

Quizás nuestra espesura no es tan densa como en otros lugares, quizás nos pilla dedicando todos nuestros esfuerzos a varios frentes y disipamos al cayado del pastor: formación del profesorado, cuidado a las familias en sus necesidades, ataques de ansiedad y pánico en algunos de los jóvenes, líneas en peligro, orientadores agotados, falta de tiempo para mirarnos a los ojos, demasiado personal nuevo en pocos meses, crispación y prisas que nunca nos permiten reflexionar en nuestra esencia… Ahí nos enganchamos. ¿Tiramos con riesgo a rompernos o detectamos qué es lo que nos impide continuar el camino?

Año tras año Jesús nos pastorea en la subida a Jerusalén para que también año tras año hagamos el camino de la cruz con Él. No huyamos de las ramas, sintámonos un poco solos, perdidos, vacíos y quizás agujereados por algún que otro intento fallido. Él se sirve de esto para devolvernos al camino junto con las otras ovejas del rebaño. ¿No decimos que es puerta, camino, verdad y vida? Su permanencia, muerte y resurrección nos libera y desengancha.

Que ante la espesura no nos encuentres solos.
Que las ramas del bosque no nos hagan perderte de vista.
Sabemos que ansiamos lo que no tenemos pero, por la fe, lo que no queremos también nos enseña, sí, Tu cruz es maestra que nos vislumbra la vida y aunque quizás enganchados podremos gritar: ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!

Dolors García
Departamento de Pastoral de Escuelas Católicas

[1] Mi 6,8.