Tras la Pascua del inmenso silencio, ¿qué nos ha quedado? En medio del bullicio de los niños en casa agotados, de la huella de los adolescentes hartos, de la pesadumbre de tantos padres y madres agobiados por un puesto de trabajo perdido o tambaleante y del duelo por las pérdidas y la preocupación por los enfermos, ¿hay lugar para alguna buena noticia?

Los pronosticadores políticos, económicos y especialistas en la pandemia lanzan sus expectativas numéricas; escuchamos a unos y a otros, pero de ahí poco sacamos en claro, salvo que nada está claro. “Esto nos está viniendo muy grande” escucho a un enfermero; frase que podemos compartir gentes de todo pelaje y condición. Nadie nos preparó para esto.

Ante la ausencia de certezas, algunos se abonan a la desesperación y al fatalismo histórico que anuncia que estamos realmente muy mal y aún podemos ir a peor, y sin remedio. Siempre hay gente que se anuda a la desgracia y necesita que salga a su encuentro algún salvador que le ofrezca seguridades, recetas y salidas ciertas para cuando esto pase. La intolerancia a la incertidumbre genera monstruos. Incluso la desesperación conduce a algunos a invitar a que vecinos que se juegan la vida cada día en sus trabajos se vayan de sus casas. Hay aplausos cargados de miedo y de rechazo al otro que viene de trabajar del hospital o del supermercado.

Otras personas se abonan al confinamiento como ese tiempo muerto en el que no pasa ni pasará nada. Es un tiempo de espera. Se trata de agotar los días hasta que nos den permiso para regresar al pasado. En la obra de teatro Esperando a Godot se mastica la espera tediosa. Recordemos: se trata de dos vagabundos, Vladimir y Estragón, que esperan en vano junto a un camino a un tal Godot. Así finaliza la obra:

Vladimir: ¡Qué! ¿Nos vamos?
Estragón: Sí, vámonos.
No se mueven.

Mientras que discutimos quién es Godot, bajo qué forma vendrá, y qué mensaje tiene para nosotros, existe una tercera posibilidad. Este tiempo de espera puede convertirse en un tiempo fértil, si dejamos que salga desde nuestro interior hacia afuera. Entonces la espera se convierte en esperanza, que se ancla en la realidad y en la misma vida que vivimos, por estropeada que la sintamos. La esperanza es dar crédito a la realidad, decía Marcel, y nos ayuda a enraizarnos cordialmente en ella para extraer esquirlas de bondad y de humanización. En medio de tanto sufrimiento recobramos la fe en el ser humano y en sus posibilidades de vincularse con el vecino y con el extraño de forma sanadora y cuidadosa.

La esperanza se afianza en dos hechos tan ciertos como complementarios: la persona y el mundo son realidades inacabadas. Y en ese reconocimiento brota la capacidad de ser educables. Nuestra inconclusión se torna en un movimiento interior de búsqueda donde se construyen los aprendizajes y articulamos el andamiaje ético para nuestro diario vivir.

La esperanza no descansa porque busca la vida nueva que brota de la fuente. Y la fuente de tantos de nosotros nos hace saltar con alegría al Evangelio siempre nuevo y despierto. Tras el confinamiento, ¿tendremos la capacidad de renacer como comunidad creyente a partir del Evangelio?, ¿podrá ser el Evangelio un lugar inaugural de lo nuevo que emerge en un mundo que está mutando a pasos agigantados?

La resurrección de Jesús no es un aviso para volver a la vida pasada, a lo de antes, a lo de siempre. No, porque el mundo no es sino está siendo, como insistía Freire. La resurrección de Jesús es la irrupción de un acontecimiento que está viniendo y que nos anima en la esperanza de que la última palabra del Dios que nos quiere no se encalla en el sufrimiento, en el coronavirus o en la muerte.

Más que pensar en qué cosas hemos de hacer cuando esto termine, hemos de preguntarnos qué anuncio del Evangelio se nos hace en este tiempo fértil en nuestro mundo, en nuestros colegios, en nuestros lugares de inserción cotidianos. Este tiempo crucial nos sitúa como receptores de vida buena, de Evangelio que hemos de escuchar, oler, sentir y avivar desde la esperanza.

En estos días el cardenal venezolano Baltazar Porras afirma: “Si la Iglesia del postcoronavirus vuelve a ser lo de antes, no tiene futuro”. Ni la Iglesia, ni la economía que se desploma, ni las empresas, ni las ONG, ni los centros educativos, ni la política pueden volver a ser lo de antes. Solo la esperanza puede adentrarnos con sabiduría y humildad en el acontecimiento radical que estamos viviendo como humanidad.

Luis Aranguren Gonzalo