La borrasca Filomena ha despertado en gran parte del país viejos fantasmas, a muchos nos ha devuelto al semiconfinamiento y al teletrabajo, a otros les ha llevado a pensamientos tóxicos parecidos a los de la pasada primavera. Da la impresión de que los problemas se nos acumulan sin apenas tiempo para haber solucionado los que ya traíamos, y esto, evidentemente, acaba minando los ánimos y la esperanza.

Entre Filomena y la tercera ola de la COVID-19 el comienzo del año parece prometer nuevas situaciones que escapan de nuestro control. Es cierto que la experiencia de lo vivido en gran parte del 2020 nos ayuda a afrontar estos presentes de cara, sin sentirnos humillados por esa realidad que se impone inexorablemente, dándonos a veces la sensación de que no podemos hacer nada por cambiarla.

Confieso que la última semana del año me sentí inquieto con el ambiente que se producía a mi alrededor, resumido en un generalizado apedreamiento del 2020, como queriendo espantar ese fantasma del annus horribilis y como si pudiéramos pasar mágicamente una página terrible de nuestra historia para encontrar por fin ese capítulo amable en nuestras vidas, familias y trabajos. Los expertos en psicología social nos dirán que ese mecanismo de defensa nos salva de la depresión compartida, pero también es cierto que nos sitúa en el peligroso camino de las falsas esperanzas, porque cuando nos topamos con la realidad de este accidentado comienzo de año la clásica cuesta de enero se nos hace más dura que nunca.

Permitidme una pequeña historia: «Había una fiesta en el pueblo, y cada uno de los habitantes tenía que contribuir vertiendo una botella de vino en un gigantesco barril. Cuando llegó la hora de comenzar el banquete y se abrió el grifo del barril, lo que salió de este fue agua, solo agua. Y es que uno de los habitantes del pueblo había pensado: “Si echo una botella de agua en ese enorme barril, nadie se dará cuenta”. Lo que no pensó es que a todos se les pudiera ocurrir la misma idea».

Pocas veces nos damos cuenta de que para poder contar con un final feliz, en todo lo tenemos entre manos en este momento, el papel más importante se juega en el ámbito personal. Porque generalmente pensamos que todo nos habrá ido bien al final si hemos sido capaces de encontrar una vacuna segura, tener recursos adecuados para el teletrabajo o la teledocencia, volvernos a abrazar y a compartir espacios de comunión en los colegios, y fuera de ellos. Para que todos los buenos propósitos sean posibles necesitamos derrumbar muchos muros interiores.

Esperamos que sean siempre otros los que den el primer paso, el Gobierno, el Equipo Directivo del centro, el profesor, los padres, incluso nuestros alumnos. Y no es que nos falte convencimiento para darlo nosotros, sino por esa idea generalizada de que nadie se dará cuenta. El problema es que ese muro, esa botella de agua, nos devuelve a la pérdida de confianza en los demás, se nos convierte en fantasma que impide el crecimiento como comunidad educativa y comunidad de fe.

Es el aprendizaje vital que hemos incorporado el que puede salvarnos de los miedos y las desesperanzas, transformando los cuidados por la supervivencia personal en cuidados para el crecimiento y la comunión. Si perdemos estas oportunidades, por muy complejo que sea de entender, estaremos educando en el aislamiento, el individualismo y la mentira compartida. De nuestros barriles solo saldrá agua, incapacitándonos para vivir y creer en la alegría. Es una actitud, al fin y al cabo, pero es la única actitud que espanta fantasmas y llena toneles de lo que deben contener.

Pedro Huerta
Secretario General de Escuelas Católicas
@pedrojhuerta